El último adiós de DiMaggio en el Bronx
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Joe DiMaggio murió a principios de marzo de 1999 a los 84 años en Hollywood, Florida, no muy lejos de lo que alguna vez fue la sede primaveral de los Yankees en Fort Lauderdale. Llegó por primera vez al Yankee Stadium en la primavera de 1936, un jovencito de San Francisco, y cinco años después conectó hits en 56 juegos seguidos. Apareció después de Babe Ruth, pero a tiempo para jugar junto a Lou Gehrig, y luego se mantuvo activo lo suficiente para compartir los jardines del Yankee Stadium con Mickey Mantle.
Por más enfermo que estuviese en la primavera de 1999 debido a un cáncer de pulmón, se cuenta que había un papel cerca de su cama que decía, “9 de abril, Yankee Stadium o nada”. Todavía tenía esperanzas, aquella última primavera, de regresar al estadio para realizar un primer pitcheo ceremonial más y escuchar una última ovación.
Ron Swoboda, exjugador de los Mets, una vez me dijo esto sobre DiMaggio:
“Joe DiMaggio es lo que consigues cuando mezclas mística con grandeza”.
DiMaggio estuvo en el Yankee Stadium para su último Día Inaugural en 1998, el inicio de lo que terminó siendo la mejor campaña que ha producido el equipo en su historia, incluyendo los Yankees de DiMaggio. Tuve la suerte de pasar mucho tiempo ese día con él, incluso cuando salió al pasillo afuera del clubhouse de los Yankees e hizo algunos lanzamientos para ponerse a tono, un perfeccionista hasta el final.
“Nunca quieres lucir mal”, dijo DiMaggio antes de pasar caminando bajo el letrero con su propia frase -- “Quiero darle gracias al Señor por hacerme un Yankee” – y llegar al dugout de los Yankees y finalmente al terreno, donde escuchó una ovación más.
Tuve la suerte de poder conocerlo mejor en los últimos años de su vida. Unos años antes, yo había ido al Fort Lauderdale Stadium para un juego de caridad – un encuentro de jugadores retirados a beneficio del Hospital de Niños Joe DiMaggio – y me senté con él varias horas. Uno de sus mejores amigos era Bill Gallo, el gran caricaturista del New York Daily News. Más de una vez entré a la oficina de Bill y allí sentado estaba DiMaggio.
La primera vez que Bill me lo presentó, lo llamé “Señor DiMaggio”.
DiMaggio sonrió. “Dime Joe”.
“No puedo”, le respondí. “En nuestra casa usted siempre fue el Señor DiMaggio”.
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Durante algún tiempo, mi hermana Susan vivió en San Francisco, no muy lejos de la casa de DiMaggio. Una vez lo vio caminando y se presentó. Después de eso, muchas veces salieron a caminar juntos. Ella me cuenta que él hablaba de sí mismo, o contaba historias de béisbol, sólo si ella le preguntaba primero. DiMaggio debe de ser la superestrella más reservada y cuidadosa de su vida privada que jamás hayamos visto. Lo que, por supuesto, sólo hacía crecer más esa mística suya, incluso después de que se casó con Marilyn Monroe tras su retiro.
Pero mi recuerdo favorito del Día Inaugural de 1998, su último en el viejo estadio, fue que después de hacer su primer pitcheo, tenía que subir a las oficinas de los Yankees y la suite del propietario George Steinbrenner. Yo estaba esperándolo cuando salió del terreno y me dijo, “Camina conmigo”. Por supuesto, lo hice.
Cuando nos montamos en el ascensor, se encontró rodeado de varias muchachas de la selección de hockey sobre hielo de los Estados Unidos, que acababan de ganar la medalla de oro en los Juegos Olímpicos Invernales en Nagano, Japón. Cuando nos bajamos en el piso donde estaban las oficinas, una de las jugadoras, Katie King, se le presentó y le dijo que antes de cada partido que disputaron en Nagano, el coach las reunía y les decía que tuvieran un “Día a lo Joe DiMaggio”.
DiMaggio sonrió. “¿Qué es eso?”, preguntó.
“El coach dijo que una vez, a finales de la temporada, luego de que los Yankees ya habían asegurado el banderín, alguien quería saber por qué usted jugó tan duro ese día en un juego que no tenía importancia”, dijo King. “Y usted dijo que era porque quizás había gente en el estadio que nunca lo había visto jugar y se merecía que jugase tan bien como pudiese”.
Todavía sonriendo, el viejo Joe le dijo, “Fue contra los Carmelitas de San Luis”.
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Regresó al Yankee Stadium en septiembre de aquel año, cuando su viejo amigo Phil Rizzuto le entregó unas réplicas de anillos de Serie Mundial (DiMaggio disputó 10 Clásicos de Otoño con los Yankees y ganó nueve, perdiendo sólo en 1942) que le habían robado de su cuarto del Hotel Lexington en 1960. El único que tenía en ese momento era el de su primera Serie Mundial, la de 1936, el único que usó en su vida.
Quizás fue perfecto que no hubiese un micrófono aquel día. Después de que Rizzuto le entregó los anillos, DiMaggio salió del terreno, bajo la última ovación, sin tener que decir nada, en lo que el alcalde había proclamado el “Día de Joe DiMaggio” en Nueva York.
Otro más de ésos, en esa ciudad, en ese lugar, para el Señor DiMaggio.